Fotografía de Juanje 2712
VIAJE REALIZADO A PIE A LO LARGO DE UNA SEMANA DE SEPTIEMBRE DEL AÑO DEL SEÑOR DE 2014
LLEGADA A SARRIA
El peregrino sale de Málaga a las seis de la mañana, en coche. Se llama Elio y llega a Córdoba en torno a las ocho donde recoge a su acompañante, su hermano Julio. Parten a Galicia, Sarria, primera etapa del Camino. Son novecientos kilómetros casi exactos.
Paran en una cafetería en Despeñaperros, entre lomas, justo al lado del campo de batalla de Las Navas de Tolosa, donde hace ochocientos años dos ejércitos descomunales se enfrentaron, muriendo decenas de miles de musulmanes y de cristianos. La brutal batalla supuso el principio del fin del dominio en la península de aquellos hombres venidos del otro lado del mar.
Entran en la Meseta, bordean Madrid y se adentran en las llanuras castellanas, tierra de leyenda donde Manuel Machado cantó a un héroe de leyenda: “…Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor, hierro-, el Cid cabalga”.
Va atardeciendo, al fin entran en Galicia y llegan a Sarria. Pueblo grande, se alojan en una pensión con aparcamiento propio que no es otro que el de un centro comercial. Salen a la calle y suben al barrio viejo, casas de piedra de aspecto medieval contemplan a los peregrinos que ya saben que todo en Galicia es piedra y todo está en pendiente. Bares, mesones, dan colorido a la calle, grupos de jóvenes satisfechos por haber conseguido superar otra etapa del Camino están a las puertas de los albergues, charlando, riendo, viviendo.
Bajan al pueblo nuevo, al paseo que discurre entre árboles paralelo al río, cuyo
rumor sosiega el ánimo. Los dos peregrinos charlan, miran los juegos de los niños, beben unas cervezas, y suben de nuevo al barrio viejo. Allí, en un buen mesón comen pulpo y lacón. Se sienten bien, bajan a la zona nueva y marchan a la pensión a dormir.
Mañana inician la andadura.
PRIMERA JORNADA: SARRIA-PORTOMARÍN
111 kilómetros hasta Santiago.
Ya amanece, se visten y calzan las botas, a ver cómo se portan, comentan, cargan con las mochilas, agarran el bordón y salen a la calle. El ambiente es fresco, agradable. Inician la ascensión al barrio viejo y paran a tomar café.
Continúan la subida por las viejas calles hasta la salida pero Elio, un poco despistado, a mitad de la empinada vía recuerda que ha olvidado el bastón, baja a la cafetería, lo recupera y sube de nuevo. El recorrido empieza poniendo a prueba sus piernas pero no es nada para lo que le espera. Varias chavalas, con alegría y determinación, lo saludan y suben la empinada cuesta, el peregrino lo hace con menos energía. Se une a su hermano que lo espera en lo alto de la calle, pasan por delante de un monasterio y aparece el camino. Es el primer contacto con la naturaleza casi salvaje de la zona. Un sendero de tierra y piedra flanqueado por tapias se abre ante ellos, custodiado por árboles tanto jóvenes como centenarios.
El peregrino no es de esta zona, ignora los nombres, tan sólo muy adelante, cerca de Santiago, identifica bosquecillos de eucaliptos. Es la primera impresión que recibe, los árboles infinitos; el verdor perenne de los prados ya lo conoce de viajes anteriores. Elio se documenta luego y los va reconociendo, hay pinos altos, abetos, estos verdes, elegantes, anchos en las ramas bajas que se van estilizando hasta la copa y muchos robles, con pequeñas bellotas que alfombran el suelo; las que producen los chaparros de su tierra son más grandes y dulces, ideales para la cría del negro cerdo ibérico. Pero el árbol mágico, que el peregrino reconoce pronto es el castaño, de tronco grueso y ramas retorcidas. Algunos son inmensos, gigantescos, abrazados sus troncos por yedra salvaje. Los identifica por los frutos, envueltos en una cápsula verde con pinchos, que su hermano Julio, con la curiosidad de un niño, coge retirando la mano en el acto: se ha pinchado y queda asombrado por la dureza de las púas que protegen la castaña.
El paisaje encaja perfectamente con las tradiciones gallegas de bosques habitados por hadas y meigas. Su hermano Julio le dice que si apareciera un caballero medieval montado en su caballo, cubierto con cota de malla y lanza en ristre, no desentonaría. El camino está escoltado por estos grandes árboles y otros cuyas ramas se entrelazan en lo alto formando corredores sorprendentes, como si de un gran salón vegetal se tratara.
Se inicia una bajada, una subida, el aire fresco despeja los pulmones, las botas resuenan en el camino, atraviesan arroyos rumorosos, aquí los arroyos siempre llevan agua a pesar de estar terminando el verano. Una subida especialmente dura va avisando a los peregrinos que hacer el Camino no va a ser un paseo cómodo. El cielo está nublado, a diferencia de la tierra de los hermanos el cielo no es tan limpio, casi siempre presenta marañas grises, oscuras, que lo cubre.
Van pasando por aldeas silenciosas con casas de paredes de lajas de piedra, algunas tienen las esquinas redondas. Un ventanuco les da luz, apenas se ven vecinos, un perro solitario se pierde por los recovecos de las calles. Los techos son de pizarra, los corrales están al descubierto mostrando los aparejos para el trabajo en los verdes prados y cagadas de vaca, de olor acre y dulzón a la vez, caliente, alfombran el camino. Julio le comenta a Elio que ya las encontrarán a lo largo de la ruta, espera que no se topen con los tranquilos animales delante de ellos, no habría forma de pasar aunque sólo fuera por evitar los cuernos.
Van apareciendo hórreos, la mayoría muy antiguos, otros parecen decorativos. Llegan a un pequeño bar con algunas sillas en el exterior para reposar las cansadas piernas. Es la hora del desayuno, un refresco y un bocadillo de tortilla de patatas que los hermanos devoran con delectación. Es otra de las sensaciones agradables, la necesidad de reparación del cansado cuerpo; en la cómoda vida diaria, sin apenas realizar esfuerzos, no se disfruta tanto con la comida y la bebida.
Mientras descansan, el peregrino Elio fuma y empiezan a caer las primeras gotas de agua fresca. Pronto se intensifica la lluvia, los hermanos cogen los impermeables que la experiencia les demostrará no son tales, aguardan un tiempo a ver si escampa pero el cielo está cubierto de nubes negras y no tiene pinta de hacerlo. Elio pregunta a un hombre mayor que está a la puerta de la tienda de al lado por la lluvia y le contesta, mirando al cielo, que no va a cesar pronto. También han preguntado a peregrinos maduros que desayunan en el bar si las mochilas son impermeables, se lo aseguran, pero los hermanos se quedan dubitativos con toda la razón. Por fin se deciden y prosiguen la caminata, el agua, pertinaz, pronto empieza a calarlos. Mientras avanzan, el paisaje se vuelve neblinoso, turbio, el agua cae, la bruma lo envuelve todo pero no consigue ocultar su tremenda belleza.
Cada vez están más empapados, lamentan no haber estado más preparados, los chavales y chavalas jóvenes que los adelantan sí lo están; llevan, bien una envoltura de plástico que cubre la mochila, bien impermeables de un plástico rígido y grueso que protege todo el cuerpo… y la mochila. Siguen la marcha, el camino desciende unas veces y otras sube en ásperas rampas, pasan por minúsculos pueblos solitarios, atraviesan arroyos susurrantes. Elio empieza a descubrir los helechos que cubren el suelo del bosque, son los primeros, verdes, hermosos. Su hermano Julio, que hizo el Camino hace trece años, ya se lo había advertido, a lo largo del recorrido los encontrarán en abundancia. Elio le comenta que no sería extraño ver aparecer entre ellos un animal prehistórico, un depredador a punto de saltar y devorarlos.
La lluvia no cesa, se van acumulando los kilómetros, empiezan a formarse charcos que los peregrinos procuran evitar orillándolos, las horas van pasando y no deja de llover. Comentan los hermanos que vaya día les ha tocado, a Elio siempre le ha gustado la lluvia pero como a todo hijo de vecino sin mojarse demasiado. Galicia no le hace caso y sigue descargando agua pausadamente, agua que les cala hasta el alma. Los peregrinos empiezan a sospechar que ni impermeables ni nada pero no pueden imaginar lo que les espera, ya se sienten empapados, el impermeable de Elio, comprado en un comercio de chinos, ha sido caro para tratarse de chinos… y absolutamente inútil. Julio lleva una cazadora de plástico de la empresa donde trabajaba, pero también se queja de lo poco que lo protege.
Grupos de jóvenes adelantan a los hermanos, cuando suben las cuestas, la grupa de las muchachas, poderosa y femenina a un tiempo, también forma parte del paisaje. A Elio le llama la atención la cantidad de mujeres que caminan, la mayor parte en grupo con hombres jóvenes o adultos, incluso mayores, pero más le llama la atención cuando andan en solitario, no son escasas, muchas son jóvenes, otras no tanto, pero marchan solas, decididas, valientes.
Advertido por Julio, Elio empieza a contestar, al principio con voz poco natural, después con más confianza, al saludo del caminante a Santiago: ¡Buen camino!
Las horas bajo la lluvia son incontables, Elio no lleva reloj desde que se jubiló y Julio tampoco desde que se le cayó al suelo a los primeros pasos y con fuerza inaudita intentó colocar el cristal a presión; no conocía bien su fuerza bien la fragilidad del reloj, el caso es que lo aplastó, saltando al suelo las agujas y lamentando tanto la pérdida del instrumento como la pila, que era nueva. A requerimiento de Elio mira la hora, pacientemente, en el móvil.
La etapa va terminando, la lluvia ha amainado un poco, pero como todo puede empeorar, se inicia una bajada pavorosa y más para las cansadas e inexperimentadas piernas de Elio en este tipo de recorrido, sensación de la que tampoco se libra Julio, aunque éste la recordaba de su anterior viaje. Porque una bajada pronunciada pone a prueba las piernas de los peregrinos tanto o más que una subida. Julio le cuenta que en el primer viaje una pareja de jóvenes descendía en zig-zag. Al preguntarle por la extraña forma de bajar le respondieron que de ese modo no sufrían las articulaciones. Ingenioso. Se vislumbra al fondo el pueblo, destino de la primera etapa. Al final de la tremenda cuesta abajo encuentran el río Miño, atravesado por un gran puente por donde circulan coches. La placidez de sus aguas llama la atención a Elio, ha sido pescador de pantano y sabe que las aguas de un río no son tan tranquilas. Lleva razón: es un embalse, así lo avisa un cartel en gallego que los caminantes no logran traducir, está situado a cuarenta kilómetros y cubre el antiguo pueblo, del que sobresalen algunos restos dentro del agua. Eso le cuentan después. ¿Es el final? No, después de atravesar el puente entre lomas boscosas que admiran mientras lo cruzan, inician otra subida igual de terrible hasta la población, otro suplicio para las cansadas piernas de los maduros caminantes, cuarenta y seis escalones a los que siguen otros doce para llegar a las primeras casas. Por fin se hallan al principio de la rampa que, esta vez sí, lleva al pueblo.
Entran en Portomarín, edificado en la falda inclinada del monte, el gran río taja todo el paisaje que abarca la vista, rodeado de bosques.
Llegan al albergue, se desprenden de las mochilas, las abren y empiezan las sorpresas desagradables. Elio soñaba con una camiseta seca pero tanto él como Julio comprueban incrédulos que todo el interior está calado, no hay ninguna prenda que no chorree. Incluso la cartera del dinero que lleva Julio, depositario de la economía fraterna, está empapada y los billetes tienen la tinta desdibujada. Confían en que no les den problemas al pagar pero los gallegos están habituados a este clima y a sus soluciones. Julio se alarma por las cartillas que con tanto esmero ha ido sellando. Los sellos se han difuminado también, no se distinguen las letras, que han quedado borrosas, desde luego si no sirven para obtener la Compostela el problema será mayúsculo. Pero están en una tierra amable. Elio comprueba que su libreta para anotaciones, de tamaño medio y hasta ahora en blanco, ha quedado hecha un objeto informe, un gurruño. Encomendará los recuerdos a su memoria, a la de su hermano y a la más segura de las fotos del móvil.
Examinan el albergue y en una pequeña sala hay dos lavadoras y una sola secadora. Es lógico hasta cierto punto pero se lamentan de que no haya dos al menos ya que es la máquina más solicitada en un día como hoy. Elio no tendrá ropa seca hasta que no utilice la secadora, pero el encargado del albergue le facilita una camiseta de su talla, es azul con un autobús pintado en el pecho, el peregrino lo agradece como si fuera una seca y planchada de su casa. Hasta ese momento lleva una toalla colgada del cuello para cubrir en lo posible su no demasiado escultural torso. El encargado también le da la solución a Julio para secar las cartillas y los billetes, lo coloca todo encima de un radiador y tranquiliza al hermano menor, quedarán bien, ya lo verá.
Los hermanos no tienen tiempo ni para comer, esperan ávidos que la secadora quede libre, hay una mujer que ha secado su ropa dos veces lo que supone más de media hora, después va otra y cuando Elio y Julio creen que les toca a ellos, aparece otra mujer que les convence de su preferencia de turno. Los hermanos dudan, aunque están convencidos de que no es así no son conflictivos, ambos están casados y saben que es inútil protestar. Por fin, al cabo de más de dos horas, ponen a secar todo el equipaje exceptuando las botas e incluyendo las mochilas. Lo hacen una vez, comprueban que la ropa sigue húmeda, por segunda, un poco más seca, y hasta la tercera no se dan por satisfechos. Han conocido en la sala de secado a una muchacha inglesa, de treinta años más o menos, de cara blanca y fina, que les sonríe y les habla en su idioma: los hermanos no la entienden, ella tampoco, ni siquiera por los gestos, sólo luce su sonrisa y una actitud comprensiva, casi maternal, hacia los españolitos.
Se cambian las camisetas y se tumban en la litera a descansar.
Elio viste unos pantalones con cremallera a la altura de las rodillas, en teoría se descorren y quedan unos pantalones cortos, pero una de ellas se atasca y, un poco exasperado, la arranca de un tirón, los pantalones largos se han convertido en cortos definitivamente, los llevará todo el camino. Sube al bar de arriba del hostal que forma parte del albergue y consigue una cerveza, Julio está demasiado atareado o desganado o cansado lo más probable, y la rechaza. El mayor de los hermanos, se sienta en una mesa en el porche cubierto delante del albergue, abre la cerveza y fuma con delectación un cigarro. Después, entra y se tumba en la litera a dormitar, eso sí, entre algunos ronquidos según le comenta Julio después con cinismo, como si él durmiera cual niño de teta. Al cabo de dos horas se levantan, Julio recupera las cartillas y los billetes ya secos, y los hermanos salen a la calle, Elio echa de menos su paquete de tabaco y su mechero, los ha olvidado en la mesa del porche y, o los ha perdido o se los han quitado, piensa un poco cabreado. Pero tiene de repuesto.
Suben al pueblo, llegan a la plaza y se encuentran con que están de feria. Descubren asombrados, Elio sobre todo, la iglesia principal con aspecto de fortaleza medieval. El pueblo es nuevo pero esta iglesia no. Desmontaron sus piedras, las numeraron y volvieron a edificarla en la plaza, aún se ven las cifras en los sillares. Entran en una tienda para todo y compran dos impermeables que, les asegura el propietario, no calan. Los andaluces asienten, escépticos. Elio compra un mechero con una flecha amarilla grabada, es la utilísima indicadora de dirección del Camino en caso de duda. Bajan la hermosa calle flanqueada por soportales y se sientan en una terraza a beber un “aparatejo” como lo denomina un amigo de Elio, lo disfrutan mientras charlan. Los hermanos hablan bastante, mucho, desde que eran pequeños quizá sea esta la ocasión después de cuarenta años en que más lo hacen y tienen una semana por delante. Hablan de su familia, del trabajo de todas sus vidas, de lo divino y de lo humano. Ríen con frecuencia, se entienden, son diferentes pero se llevan bien, es un placer hacer el Camino en tal compañía, por su edad y experiencia ambos saben que no es frecuente encontrar buenos compañeros de travesía en la vida.
Regresan a la plaza, hay un enorme escenario donde toca una orquesta desmesurada para el tamaño del pueblo, trece músicos, entre ellos dos jóvenes animadoras de buen cuerpo. Hay buen ambiente. Se sientan a la puerta de un mesón y comen el segundo pulpo del recorrido, excelente, algo salado, pero no es culpa del pulpo. También degustan lacón y dos platos de los fabulosos mejillones gallegos. Los hermanos se quejan del pan, debe ser de varios días, les parece basto, con una corteza dura, lo saben porque días después comieron uno reciente y mejoraba mucho. Ellos están acostumbrados a otro tipo de pan más tierno. De todas formas, el cuerpo no está para bromas así que lo devoran.
Vuelven al albergue donde les espera una sorpresa: una pareja de cordobeses, de menor edad que los hermanos tienen el paquete de tabaco y el mechero. Elio se alegra, es el principio de una relación para el resto del Camino. Se llaman Juan y Juana, de cuarenta y cinco años más o menos. Fuman ambos y beben sólo cerveza, son simpáticos, Juana alegra el aire con sus risas. Los une más la profesión de Juan, trabaja en una entidad bancaria de Córdoba, la misma profesión en la que han trabajado los hermanos. Elio se jubiló hace dos años, Julio, unos meses atrás.
Termina el día, los hermanos se acuestan y quedan dormidos al instante, el cansancio se cobra su tributo.
SEGUNDA JORNADA: PORTOMARÍN-PALAS DE REI
88 km. hasta Santiago.
Los hermanos se levantan temprano, un inglés maduro se viste sin preocuparse de los demás, dos mujeres de la misma nacionalidad hablan entre ellas como si estuvieran en el salón de su casa. Juan, el cordobés, que duerme en la litera junto a la puerta, la cierra con estrépito a modo de advertencia. No saben si ha surtido efecto, el inglés lleva una linterna en la frente, se desnuda impasible y se viste. Los andaluces lamentan que este sencillo acto no lo haya realizado una joven o madura de buen ver, no tienen suerte y el inglés no les atrae en absoluto.
Se levantan, a Elio le duele la corva derecha, no le crujen las rodillas pero casi, las tiene anquilosadas, desde luego no hace ningún movimiento brusco, sus articulaciones no se lo permiten. Toman un café de la máquina del albergue, se visten y salen a la calle, entre la neblina de la mañana. Atraviesan el pueblo pasando junto a la iglesia de aspecto fortificado que luce un hermoso ábside y bajan a través de la calle porticada, bella. No llueve, los hermanos comentan que para qué va a llover si han comprado buenos impermeables. Llegan a una estrecha pasarela sobre el río, el puente que atravesaron el día anterior queda a la izquierda, el río Miño, manso en esta zona gracias al embalse, da paso al bosque. El paisaje, lujuriosamente verde, aparece rodeado hasta donde abarca la vista por montes arbolados. Inician la ascensión, aquí todo es ascensión.
A los pocos kilómetros, los hermanos olvidan las quejas de sus rodillas, hasta ahora no les ha salido ninguna ampolla, tan sólo han sufrido los hombros por el peso de las mochilas, pero una crema milagrosa los ha dejado nuevos para la nueva etapa.
Un camino bordea la carretera, la atraviesan y pasan a otro camino situado al lado contrario y también paralelo a la misma. Pronto se adentran en el bosque, la neblina sigue reinando en el ambiente, el cielo no se advierte si está o no despejado. Grandes castaños adornan el sendero a ambos lados.
Pasan los kilómetros y llega la hora del ansiado desayuno, los hermanos siempre beben un refresco y comen con hambre, no beben cerveza hasta los finales de etapa, conocen su efecto, euforia seguida de un bajón de energía. La pareja cordobesa es más joven y están en forma, ellos sí beben cerveza que parece no afectarles. Elio y Julio los encuentran disfrutando del desayuno más adelante, los sobrepasan pero a los pocos pasos son adelantados de nuevo. Envidian su fortaleza, fuman mientras andan, como si no les perjudicase. Elio solo fuma en los descansos, es algo mayor.
Se cruza con ellos la muchacha inglesa del albergue de Portomarín, marcha sola, los reconoce, los saluda con palabras ininteligibles…, les sonríe. A Elio le cae muy bien la mujer, comenta con Julio que le parece misteriosa, puede ser desde una monja a una directora de banco y va sola por el Camino, parece no necesitar a nadie, desde luego es valerosa. Julio le contesta que no está mal, quizá es demasiado blanca, Elio le replica que a él le gustan más las blancas, bueno también las morenas, incluso pelirrojas… Las jóvenes que marchan solas les parece llamativo, en el Camino no hay peligro, siempre hay caminantes, pero no deja de ser un tanto insólito para ellos.
La mañana avanza, van comprobando los mojones que les marca la distancia a Santiago cada medio kilómetro, unas veces los estimula, ya queda menos, otras los deprime un poco, aún falta mucho, pero la charla y la paciencia les hace avanzar pausada, firmemente. El sol ya hace un rato que ha despejado la niebla y luce con fuerza. El suelo del bosque aparece alfombrado con matas de helechos, lo cubren todo, son hermosísimos, de un verde esmeralda.
Son adelantados por ciclistas, Elio piensa que las etapas recorridas en bicicleta son más cómodas. Craso error: cuando abordan las cuestas, los ciclistas más en forma las suben con enorme esfuerzo si el terreno se lo permite, pero son más frecuentes los que suben llevando la máquina de los manillares; al portar dos mochilas a ambos lados de la rueda trasera la hace más pesada. Y los caminos no son precisamente cómodos para circular, son de tierra y piedras, muchas sueltas, por ello son imprescindibles botas que protejan el tobillo, cualquier mal paso puede producir un esguince que obligará al caminante a abandonar. Pero envidian a los ciclistas cuando corren por terreno llano o cuesta abajo, avisan, bien con ¡cuidado!, bien con voces alegres, y algunos, pocos, con los timbres de sus máquinas.
Atraviesan corredores de árboles que filtran la luz del sol, unas vacas pastan en los prados contemplando impasibles a los peregrinos. Pasan por aldeas solitarias, aquí todo es paz, sobra la paz, piensa Elio, imaginando qué será vivir en ellas durante el invierno con lluvia constante y frío, mucho frío, aunque confía que las casas estén bien calientes con buenos fogones y comida contundente. No lo sabe con seguridad pero en los pueblecitos que han transpuesto hasta ahora no han visto ningún bar, mesón o taberna, lo cual aumenta la sensación de soledad. Todo lo contrario que en su tierra donde no se concibe la vida en un pueblo, por pequeño que sea, sin una taberna donde parlotear al amor de una cerveza y unos vasos de generoso vino blanco, u oscuro y dulce si se habla de Málaga.
Parece que termina la inacabable ascensión, ya han recorrido la mitad de la etapa, pronto se advierte la bajada, unas veces suave, otra no tanto. Van apareciendo bosquecillos de eucaliptos, pasan las horas, finalmente divisan el pueblo al fondo. Han llegado a Palas.
Sufren una decepción al dirigirse al primer albergue y comprobar que está todo ocupado, decepción pronto transformada en satisfacción al presentarse en el siguiente y encontrar plazas sin problemas. Entre el desencanto y la alegría los hermanos trasiegan una cerveza, mientras descarga un chaparrón que Elio aprovecha para beberse una segunda. Escampa, recogen las mochilas del primer albergue donde no encontraron plaza, y se dirigen al segundo. Se alegran nada más entrar, el responsable es un tío gracioso, un gallego con mucha sorna que les presenta a las camareras del restaurante, una sudamericana tranquila pero afable y una rubia sonriente. Al entrar en el dormitorio conocen a sus compañeros de literas, tres malagueños, dos de ellos con la cabeza rapada con los que se encontrarán a lo largo de la noche. Son callados, cenan, ven la televisión y apenas se les oye hablar.
A los hermanos les gusta el alojamiento, tienen abierto el restaurante hasta la tarde y luego hasta cerca de medianoche. Comen, Julio sube al dormitorio pero Elio se sienta en la acera delante de la posada y charla con Juana, la cordobesa, mientras echan un cigarro. Se les une una treintañera de Murcia con una arandela en la nariz, la conversación se anima pero debe descansar, así que aprovecha una pausa en la cháchara y se marcha al dormitorio donde Julio ya ronca. Cuando se levantan al cabo de dos horas, la murciana, en compañía de dos rubias, sigue de palique, las tres acompañadas de sendos vasos de bebidas espirituosas, están alegres y con ganas de marcha.
Los hermanos bajan al pueblo, atravesado por la carretera, con bastantes bares a ambos lados. Necesitan dinero y empiezan a mosquearse, ha habido una tormenta tremenda hace unos días y el tarjetero del albergue no funciona. Pasa lo mismo con el de su banco habitual. Si no sacan dinero ¿cómo van a pagar el alojamiento y la cena y la bebida? Allí nadie los conoce, bueno, sus amigos cordobeses. Pero se soluciona el problema cuando van a otro banco cuyo cajero sí funciona. Se sienten aliviados aunque la broma les cuesta casi siete euros de comisión, el banco se ha bebido dos cubalibres. Se sientan en la terraza de un bar y degustan sus wiskys. Suben, se encuentran con los cordobeses en un bar al lado del albergue, charlan, ríen y se marchan a dormir.
Mañana empieza la etapa más dura y aún desconocida para los hermanos, sobre todo Elio, por lo que no se inquietan.
TERCERA JORNADA: PALAS DE REI-ARZÚA
63 km. hasta Santiago.
Es la etapa más dura, cerca de treinta kilómetros, y también engañosa ya que las dos terceras partes iniciales las conforma un camino más o menos llano, pero la última la componen terribles cuestas hasta Arzúa. Los hermanos lo ignoran, Julio quiere recordar algo de su viaje anterior, con trece años menos, pero no le da más importancia, así que emprenden el camino con ganas, confiados. El paisaje sigue siendo mágico, millares de árboles adornan el camino y copan ambos lados y el horizonte delante de los caminantes. Paran a los seis kilómetros y devoran un desayuno americano de comida española: huevos fritos, tocino entreverado o bacon, y lomo, junto con un refresco. Siguen la caminata, se encuentran con un grupo de vacas que ágilmente suben una cuesta, se paran a contemplarlas, las vacas a ellos no.
Elio nota que las piernas le queman, se mira las pantorrillas y las tiene enrojecidas. Hoy, el sol ha salido y ataca con fuerza. Llegan a Melide, pueblo grande, con mucha actividad, Julio comenta que entran en la civilización en contraste con los parajes que han atravesado. Elio saca dinero del cajero, entrega la mayor parte al administrador Julio, y con el resto compra tabaco y se dirige a una farmacia donde consigue una buena crema que se da inmediatamente en las irritadas pantorrillas. La corva de la pierna derecha le molesta pero no queda más remedio que seguir.
Han aconsejado a los hermanos por activa y por pasiva que coman el mejor pulpo del Camino, aquí, en Melide. Lo lamentan pero no deben hacerlo si quieren seguir caminando. El pueblo es moderno, la gente se mueve con prisa, efectivamente es la civilización, los hermanos han conocido de sobra esta forma de vida pero ahora les da igual, ahora están en el Camino. Julio, atento como siempre a las formalidades, sella las cartillas en una pequeña iglesia. A lo largo de la travesía, los establecimientos, desde bares hasta iglesias y albergues, disponen de sello, entre etapa y etapa Julio lo estampa varias veces en los cartones. Bajan la calle y salen al campo, al poco, empieza una cuesta que no será la única, falta la mitad del recorrido, pronto quedan atrás las casas de Melide y aparece el sempiterno bosque.
Los hermanos andan por un camino más o menos llano hasta que, a los pocos kilómetros, inician una ascensión, no se creen que la cuesta dure tanto, esperanzados aguardan algún tramo horizontal pero el Camino es implacable, sigue hacia arriba. Elio mira los árboles del horizonte y se percata, pesaroso, de que están más altos que el suelo que pisan, hay que seguir subiendo. Animoso, le dice a su hermano “aquí hay c… para esto y para más” a lo que el otro no contesta, concentrado en el esfuerzo. Bosques de pinos y eucaliptos los acompañan, pasan por un hermoso puente medieval que precede a otros similares. Han pasado por caminos romanos, comentan el afán constructor de esa civilización y la capacidad de sus ingenieros; la mayor parte de las carreteras actuales están emplazadas sobre esas calzadas que comunicaban todos los puntos de nuestro escarpado país. El camino, infernal para los hermanos que ya llevan veinte kilómetros a las espaldas, el equivalente a una etapa normal, va haciendo mella en sus ánimos. Se detienen, Elio fuma un cigarro, Julio se sienta y juega con un palo mientras hablan, grupos de peregrinos pasan ante ellos, algunos, atentos, saludan ¡buen camino!, otros parece que van solos, ni saludan ni contestan, Elio piensa que quizá estos últimos lleven los mismos kilómetros que ellos y sólo miran hacia delante, con la inútil esperanza de que las cuestas terminen.
De repente, Julio saca a relucir su vena humorística, que la tiene y grande.
Elio no tiene idea de a qué viene la chorrada, pero su hermano la inicia a raíz del increíble notición: una participante en un programa de televisión, un programa de cotilleo con clase que todos los días deleita a millones de españolitos/as que lo esperan con ansiedad… también está haciendo el Camino. Relata que, una vez llegados a Santiago y en la ceremonia de abrazar al santo, Julio se acercará a la celebridad y le pondrá una mano en la parte posterior de su cuerpo mientras con la otra saludará a la cámara con una sonrisa deslumbrante, instantánea que realizará un fotógrafo que accidentalmente pasaba por allí. Cuando el marido de la famosaza, un currante nato, vea, lógicamente de modo fortuito, la foto en televisión, inmediatamente llamará, en directo, sin preparación previa y sin estar previsto por supuesto, al programa y dirá que acaba de dejar la piocha con la que estaba trabajando y se dirigirá al atrevido que osa poner la mano en tan privada y apetecible zona de su mujer, retándolo a una especie de duelo, obviamente, en el programa del sábado.
Julio explica que, previo pago de doscientos mil euros, acudirá a la televisión y discutirá sobre las razones de tal agresión al honor de la famosa, lo que hará que el marido se enfurezca (luego se tomarán tres o cuatro cubatas juntos) y se lanzarán palabras mayores, lo que es raro en estos programas, dechados de respeto y buenas maneras. La audiencia ilustrada aumenta, se interrumpe el programa de cuatro apasionantes horas hasta el siguiente sábado, mientras todos los días de la semana siguiente se emitirán sendos programas sobre el importantísimo episodio que tiene al país en vilo. Los incisivos periodistas, afanosos e infatigables perseguidores de la mentira y objetivos por encima de todo, procurarán poner el asunto en claro, llegarán hasta el fondo sin importarles las consecuencias, lo primero, lo que rige sus vidas es la búsqueda de la verdad. España apenas respira. El sábado siguiente otros doscientos mil euros y así hasta que se agote el negocio.
Elio no puede con las carcajadas, se dobla por la cintura y maldice a Julio que, impertérrito, sigue con su relato. Finalmente calla, la representación ha sido magnífica. Elio, a cada momento, a lo largo de la caminata, recuerda los detalles y vuelve a reír, lo que da pábulo a Julio para seguir con las imaginarias entrevistas, aderezadas con nuevas ideas.
Siguen adelante, los kilómetros van quedando atrás, los dos hermanos clavan con firmeza el bordón en la tierra del camino para subirlo, algunas veces Elio se para y mira el sendero que han dejado atrás. Si hubiera imaginado lo que está superando no se lo hubiera creído, se le viene a la memoria los ciclistas profesionales cuando suben un puerto, deben ser titanes, piensa.
Al final de un recodo aparece súbitamente ante ellos una especie de paraíso, un oasis en un desierto, no por la vegetación que nunca les abandona sino porque se trata de un albergue situado en la orilla de un riachuelo de aguas claras. Grupos de jóvenes están dentro del río, el agua, que los hermanos imaginan helada, les llega hasta las rodillas. Algunas muchachas están en bikini, sus cuerpos jóvenes y perfectos relucen con las gotas de agua que resbalan sobre ellos, Elio piensa en lo previsoras que son las mujeres, hasta bañador llevan en un camino como este. La tentación de bajar a la orilla y al menos mojarse los pies es fuerte pero supondría pararse, quitarse las botas, sumergirlos en lo que debía ser un placer inenarrable para luego esperar a secarlos, botas de nuevo, etc. y por encima de todo, ¿quién es el valiente que seguiría adelante después del descanso? Se detienen un poco en el puente a contemplar el alborozo de muchachas y muchachos y siguen su andadura. Los caminantes creen que están cerca del pueblo, del paraíso, del descanso, del cielo, así que sacan fuerzas de flaqueza y prosiguen… hacia arriba, lógicamente.
Parece que el horizonte se aclara, deben ser las primeras estribaciones de Arzúa, se lo confirma a los caminantes una acera de cemento, ancha, con farolas, es el principio del pueblo por fin, comentan aliviados. Al fondo, delante de ellos, ven un grupo de jóvenes andando sobre lo que parece terreno llano, pero no se detienen, los hermanos se mosquean, debían verse las primeras casas no algunos chalets desperdigados. Siguen hasta donde unos minutos antes estaban los jóvenes, que han desaparecido por el camino, y cuando llegan comprueban, alarmados y casi desesperados, son casi treinta kilómetros en sus fatigadas piernas, que el recorrido sigue y que no se distingue el pueblo. No lo pueden creer, pero Elio comenta a su hermano que la capacidad de sufrimiento y de superación ha sido siempre una característica del ser humano, por eso todos estamos en este mundo, y que una o varias cuestas más no les van a derrotar. Ignora si Julio acepta estas estoicas ideas, pero sigue adelante, reniega, se acuerda de los antepasados de no sabe bien quién, pero sigue.
Y, por fin, al cabo de algunos kilómetros más aparece el pueblo de verdad, maravillosas casas unidas, aceras en ambos lados, coches que giran por las esquinas, gentes andando, mujeres jóvenes paseando el carrito de su bebé, ¡un edén, vive Dios!
El albergue está contratado previamente, lo encuentran calle abajo, llegan y Elio dice que no entra hasta que se haya bebido una maravillosa, increíblemente maravillosa cerveza. Se sientan en la terraza del bar del albergue, la chavala que los atiende se presenta con una jarra de cristal de medio litro que Elio contempla como si fuera un cofre de monedas de oro, a Julio le traen una botella de tercio. Cuando la bebe, Elio sabe que el cielo debe ser muy parecido a lo que está sintiendo, su cuerpo agotado, deshidratado, se recupera un poco. Enciende un cigarro, placer de dioses, y lanza el humo al espacio. Los hermanos filosofan sobre las maravillas de la vida, hay que sufrir para luego disfrutar, etc. Terminan la cerveza y entran en el albergue, se quitan las botas y se van a la ducha, la vida va mejorando por momentos, salen y se encajan otra jarra mientras comen. A veces el mundo es perfecto. Luego, a descansar, una breve siesta.
Por la tarde, un paseo, dos “aparatejos”, una cena ligera y de vuelta a la posada. En el albergue, Juana se cura las ampollas de los dedos de los pies, Elio le da una caja de tiritas y tijeras, milagrosamente a los dos hermanos no les ha salido ninguna, tan solo las molestias de los hombros por causa de las mochilas, al final se les van a poner como el cuero de tanto roce. Juana dice que posiblemente ella y su marido Juan tengan que coger un autobús para llegar a Santiago, es comprensible, la verdad es que mirándole los pies, no se concibe que pueda caminar. Los hermanos lo han comprobado por la mañana al inicio de la etapa: una muchacha llorosa estaba siendo consolada por otra, había tenido un percance y se habían visto obligadas a llamar a un taxi, probablemente el Camino había terminado para ella. Pero la cordobesa es dura y tiene una voluntad y energía a prueba de bomba, lo demostrará el resto del viaje.
Quedan dos etapas que los hermanos piensan están chupadas después de la terrible caminata de hoy.
CUARTA JORNADA: ARZÚA-O’PEDROUZO
33 kms. hasta Santiago.
Amanece. Sobre las siete de la mañana, un inglés, siempre es un inglés, bueno, dejémoslo en británico, enciende descaradamente la luz. Juan, el cordobés, se levanta de su litera como un resorte y lo increpa: para eso hay linternas, que la educación esta gente la tiene en el c… y otras lindezas. El inglés, impertérrito, emite un sorry y sigue a lo suyo sin apagar la luz. Pero es el anuncio de que hay que levantarse y afrontar la penúltima etapa.
Los hermanos salen al camino doloridos por las tres etapas anteriores, sobre todo la última, que no olvidarán, pero van animados, no conciben que el camino pueda ser tan duro como el del día anterior.
Pronto comprenden que sus ilusiones son vanas, aunque no tan terrible como la última parte del día anterior, el camino no es fácil. Bien es cierto que lo alternan subidas y bajadas, pero los músculos de las piernas se quejan cada vez más, las bajadas son casi tan temibles como las subidas. Pasan los kilómetros y apenas aparecen llanos para descansar los músculos, pero tan cierto como que hay día y noche lo es que los hermanos se van endureciendo a lo largo de este inolvidable viaje a pie. Elio, con un poquito de sorna, dice que a él lo que le gustan son las cuestas, que los llanos son para gente floja. Es mentira, le agradaría caminar por senderos como los de su tierra natal, una inmensa llanura con abundantes encinares donde los cerros son escasos.
Se le viene a la cabeza el impresionante castillo situado en un pueblo a escasos kilómetros del suyo. En su origen debió ser un castillo defensivo como todos, un castillo roquero para vigilancia y protección de los caminos y de las gentes del lugar en una zona fronteriza que, allá por la oscura Edad Media, fue tierra de conflicto permanente entre musulmanes y cristianos. Pues bien, ese castillo está al mismo nivel que el terreno, no está en un promontorio, en una elevación, tan solo aprovecharon, muy inteligentemente por cierto, una pequeña depresión por donde pasa un riachuelo, seco la mayor parte del año. Se entiende cuando se acude el lugar, las rampas hasta el castillo son inclinadas y en caso de ataque, los agresores tendrían muy pocas probabilidades de éxito.
Julio sigue rajando periódicamente, se lamenta, convencido, de que el camino en esta etapa era más cómodo, no lo recuerda de la primera vez, hace trece años, y se cabrea por ello. Elio intenta apaciguarlo con una frase que repite a lo largo del día en varias ocasiones, “aquí hay c… para eso y para más”, simpleza a la que nunca contesta el hermano menor.
Elio ha comprendido una cosa: cuando va por el camino es inevitable contemplar el paisaje pero se le pasan muchos detalles del mismo, el esfuerzo que realiza y el cansancio le impide fijarse demasiado en las maravillas que lo rodean. Prueba de ello es que su afición al arte, sobre todo el antiguo, que abunda en el Camino, no la disfruta, tan solo cuando llegan al final de la etapa. Es como si algo le empujara hacia delante sin permitirle reparar en lo que atraviesa, sin tiempo para distraerse. Al redactar esta pequeña crónica es de las cosas que lamenta. También piensa que por qué no va a repetirlo más adelante, aunque reconoce que cuando su mujer le pregunta por teléfono o cuando llegó a su casa al término del Camino, él responde con el mismo ejemplo: esto es similar a cuando una mujer da a luz, hasta que no se le olvide no repetirá. Y lo gracioso es que, según los libros y páginas web de la ruta a Santiago, esta etapa está considerada de este modo: “suaves vaivenes…, un terreno agradable y fácil de andar…”. Los hermanos no están de acuerdo en absoluto, habría que estar aquí para vivirlo y luego contarlo. A no ser que esas páginas sean escritas por atletas.
En medio de un sendero encuentran algo que ya le había avisado Julio: una pequeña escultura dentro de una especie de hornacina abierta en una pared de lajas de piedra. Allí, para sorpresa del caminante, se encuentran un par de sandalias de peregrino de bronce y una placa que indica su nombre y que murió una jornada antes de llegar a Santiago. Su hermano lo recuerda bien por la inesperada impresión que le produjo.
Paran en una posada del camino, se sientan en una de las mesas de la terraza y piden un refresco, Elio fuma, Julio no. Ambos miran tanto al frente, al bosque, como a los peregrinos que pasan ante ellos, gozando del momento de relax, del aire puro y de los colores de la salvaje naturaleza que los envuelve. De repente, un caminante joven, español, con sombrero y una enorme mochila a la espalda, sin parar de andar y con escandalosa alegría que contagia a los que descansan, proclama con voz potente: ¡Venga, ánimo, que ya estamos llegando!, como si conociera a todos. Pero consigue que una amplia sonrisa distienda la cara de los que allí se encuentran, los españoles porque han entendido lo que ha dicho, los extranjeros porque lo imaginan.
Juventud sana, atrevida y alegre, dice Elio, quizá recordando épocas pasadas, cuando sólo respirar era un gozo.
Llegan al pueblo, la etapa ha sido dura pero una vez más, lo han conseguido. Se sienten satisfechos, el gusanillo del camino, al menos en Elio, va calando. Está comprendiendo que su cuerpo le responde, esa sensación de superación lo llena, lo colma, se siente bien, casi joven. Las bromas sobre mujeres abundan entre los hermanos y la pareja de cordobeses, Juana, la esposa, pica sobre ello y se desternilla con las salidas de humor de todos.
En el albergue son recibidos por una chavala con el pelo cortado como un muchacho, es espontánea y tiene la voz potente, cuando se acostumbra uno a esa franqueza, hace gracia; es amable y servicial, nos enseña el edificio, la sala de literas, el cuarto de baño, responde con agrado a todas las preguntas. El albergue es agradable, acogedor, como todos los que se han encontrado. Ducha y a la calle, a disfrutar de la bebida y la comida, aunque aquí Elio se equivoca, no quiere menú del día y pide pulpo con gambas al ajillo, en teoría es apetecible ya que la cazuela de barro contiene molusco abundante pero queda defraudado cuando comprueba que, a diferencia de los que ha comido en pueblos anteriores, no está bien cocido, es comestible pero algo duro. Cuando te acostumbras al que saboreamos en Sarria o Portomarín, comenta Elio a Julio, este es más difícil de tragar. Pero lo cierto es que se come casi todo.
Por la tarde, después del obligatorio descanso, los hermanos salen de paseo, el pueblo es el típico pueblo moderno, más grande que las aldeas pasadas, una carretera lo atraviesa entre edificios de pisos a ambos lados como en cualquier otro sitio del país. Elio ha descubierto en el paseo por la localidad la torre de una iglesia. Hacia allí se dirigen, es la parte antigua de la villa y donde está la iglesia está la plaza y el bar correspondiente, asegura. Llegan y sufren una decepción, el pueblo se ha desarrollado junto a la carretera, en la plaza de la iglesia hay un árbol grande y ninguna taberna, todo está en silencio, nadie pasa al atardecer por allí. La iglesia está blanqueada y luce una torre cuadrada en su arranque para terminar en una cúpula redonda que a Elio le recuerda, en pequeña, la monumental y única torre de la catedral de la ciudad donde vive, Málaga. La torre es de piedra como todo es de piedra en Galicia.
Se encaminan a la zona animada de la villa pero antes, en una calle, encuentran una pensión que dispone de un bar y una terraza en el exterior. Allí se sientan a disfrutar de un wisky y Elio, además, a fumar un cigarro. Sólo hay una pareja de edad similar a la de los hermanos que cena en otra mesa. Cuando terminan, se acercan a ellos y charlan. Julio está convencido, erróneamente, de que cuando hizo el Camino años atrás, por esta zona del pueblo partía el sendero cubierto de árboles que tapaban las estrellas, un corredor perfecto pero tan oscuro en la noche que no se atrevió a cruzarlo porque iba solo, tuvo que esperar al primer grupo de caminantes para hacerlo.
Se les une un vecino del pueblo que les dice que el camino de salida a que se refiere Julio está situado en otro lado y es peligroso atravesarlo en solitario porque por la zona abundan jabalíes y cazadores de jabalíes. Los hermanos se sorprenden pero no echan en saco roto esta conversación que comparten con la pareja. La dama, del femenino modo de cualquier mujer de este mundo, dice que ella no sale de noche para afrontar este riesgo, su acompañante le quita importancia así como los hermanos, ahora es época de peregrinaje alta, no va a haber por ahí ningún descerebrado que se le ocurra disparar en las cercanías del pueblo. La pareja, después de un rato de conversación se despide, son las nueve de la noche, tendrán tiempo antes de dormir de gozar de las delicias conyugales, comenta Julio con malicia y seguramente con algo de envidia.
Suben a la zona de restaurantes, pican algo, se encuentran con la pareja de cordobeses y todos se marchan a la posada después de compartir un agradable rato de jolgorio. Son cerca de las once de la noche. Les aguarda una sorpresa. Un grupo, encabezado por un barbudo asturiano de cuarenta años en compañía de dos muchachos jóvenes, todos un poco achispados, se dispone a salir al camino a esas horas, están a la espera de otro grupo para unirse a ellos. Los hermanos y los cordobeses no los creen, cuando se lo dicen, los jóvenes, con gracia, responden que se queden para comprobarlo. Uno de ellos se marcha a comprar vino, regresa al cabo con tres botellas y siguen las tonterías, dichas con el donaire de la bebida que en esos momentos no es desagradable. Los disparates de los peregrinos nocturnos hacen que las carcajadas sean continuas.
Pero no es broma, a la media hora reciben una llamada de móvil, ultiman los preparativos y salen a la calle subiendo hasta la carretera, donde ha aparecido un grupo de cuatro muchachas y otros tantos muchachos. La cosa es seria, entre las risas de las muchachas y las bromas del resto, nos saludan y se marchan, alegres. Los hermanos y la pareja, todavía incrédulos por lo que han visto, comentan que la valentía que da el vino es encomiable. La pareja fuma, Elio los acompaña, apagan el cigarro y marchan a la cama. Elio lleva unas zapatillas de deporte nuevas, apenas usadas, pero compradas hace siete años al menos. Cuando camina, nota que se le ha despegado la suela de una de ellas, no parte de la suela, no, la suela entera. Se las cambia por las playeras y las tira. Julio le abronca, con un pegamento fuerte, quedarían perfectas, Elio no le hace caso y las deposita en la puerta, junto a una papelera-cenicero.
Se acuestan, son las doce de la noche.
QUINTA JORNADA: O’PEDROUZO-SANTIAGO
14 kms. hasta Santiago.
Y se inicia la última etapa del Camino. Son las ocho de la mañana, el recorrido es corto, y al término queda el premio, la espectacular ciudad del Apóstol. Los cuatro peregrinos salen al mismo tiempo. Se repite la escena del primer día, a Elio se le ha olvidado el bordón cuando ya están saliendo del pueblo. Julio reniega un poco, Elio regresa al albergue, lo recoge y vuelve, acaba de hacer al menos un kilómetro entre la ida y la vuelta. Su hermano está sentado, paciente, en un poyete de cemento, los cordobeses han seguido adelante, los hermanos emprenden el camino.
No ha exagerado Julio, no es un espejismo, el bosque que se abre ante ellos es sobrecogedor, espléndido, asombroso, pero todo es asombroso en este milenario Camino. Los árboles custodian ambos lados del sendero y sus ramas se unen en lo alto, todavía están envueltos en la oscuridad, pero ya amanece y los peregrinos abordan la etapa, el camino sube en rampa, para variar, comenta Julio. Encuentran la primera botella de vino colocada encima de un punto kilométrico, sin duda pertenece a los peregrinos trasnochadores. Los cuerpos acusan las caminatas de los días anteriores, casi maldicen las subidas, pasan el bosque primero, aparece un segundo, caminan por un tramo de asfalto, empiezan a verse aviones en el aire y se oye su atronador ruido en contraste con la paz de los bosques, están llegando a la zona del aeropuerto de Lavacolla, el aeropuerto de Santiago. Paran en un bar donde desayunan, un desayuno con trazas como se dice en la tierra de los hermanos, y continúan la subida, cómo no. Encuentran la segunda botella de vino, en Santiago conocerán la aventura del grupo nocturno por boca de uno de sus componentes.
Pasan por pueblos que anuncian la ciudad, aunque no faltan las casas tradicionales y los hórreos, la mayoría son casas de campo, chalets, y hay una población con una escuela. Sigue el camino con tramos llanos, en bajada y en ascenso, atraviesan un río donde los antiguos peregrinos se lavaban antes de entrar en la ciudad y aparece un gran edificio moderno, es el centro de televisión de Galicia. A los pocos pasos aparece el centro regional de la televisión española que no tiene nada que ver con la otra…, lógicamente.
Y por fin, un kilómetro más adelante, aparece el Monte del Gozo, desde donde antiguamente podían verse las torres de la catedral, ahora no es posible, las tapan los árboles situados camino abajo. Los hermanos se paran, hay mucho jaleo, desde luego el Camino está plagado de peregrinos. Julio sube al cerro donde se halla el enorme monolito coronado por una escultura de aire moderno, en la que destaca una gran cruz transparente con una viera en su centro. Fue inaugurado en 1993, grandes placas de bronce están incrustadas en la base del monumento. El papa Juan Pablo II hizo los últimos cien metros del Camino hasta la plaza del Obradoiro en su segunda visita a España años antes, en 1989 concretamente, según se documenta Elio más tarde.
Los hermanos se sientan en un parapeto de piedra junto a una tienda de recuerdos, multitud de caminantes pululan por la zona tomando fotos. Elio enciende y disfruta su cigarro, lo termina y sube al cerro, donde está Julio, se hacen unas fotografías con el monolito al fondo. Solo beben agua, aún queda la bajada hasta la ciudad y la subida hasta la Catedral.
Agarran el bordón y descienden por la carretera, las piernas se resienten pero ya están cerca, el sudor empapa el sombrero de Elio y la gorra de Julio, ya van entrando en la ciudad pero siguen sin ver las torres, cruzan pasos de peatones, los coches circulan como en cualquier ciudad moderna, suben por calles modernas, contemplan edificios modernos y finalmente, encaran la ciudad antigua.
¡Oh Santiago, perla de Galicia!
Toda la ciudad vieja es un monumento de granito. La admiración que siente Elio es continua, las calles ascendentes albergan casas de piedra venerables, con balcones corridos o simples, miradores antiguos de madera, soportales, aceras de enormes lanchas de granito, calles de adoquines en forma de espina de pescado, todo es piedra. Abundan las fachadas que albergaron familias nobles con escudos en lo alto, algunos borrados por siglos de lluvia y viento. Caminan y caminan con miradas de asombro, como si de niños que descubren por primera vez la ciudad se tratara. Elio no recuerda casi nada, han pasado muchos años desde su última visita a la ciudad con su mujer y sus dos hijos, pequeños en aquel tiempo, su fascinación la comenta con Julio. Siguen andando, pasando entre casas centenarias y calles limpias, sólidas, transitadas por cientos, miles de lugareños y de caminantes.
Van llegando a la plaza, desembocan en ella y la portentosa fachada barroca les recibe. Elio acusa la misma impresión que cuando la conoció por vez primera; aunque los hermanos saben que las dos torres están siendo restauradas, sufren una pequeña decepción, atenuada por la parte central situada entre ambas, está al descubierto y muestra la esplendidez de la vieja piedra cubierta por la pátina del tiempo y coloreada por el musgo, que corona la estatua del santo. Enormes toldos con fotografías a tamaño real cubren cada torre y aminoran la descorazonadora impresión de no poder contemplar la espectacular fachada en todo su esplendor. Los hermanos giran la cabeza para apreciar la bellísima plaza, todos los edificios son majestuosos y, como siempre, está llena de turistas y de peregrinos.
Marchan inmediatamente a obtener la Compostela, Julio se pone a la cola, todavía no sabe que es larga, muy larga, ya que está a la entrada de un edificio pero ignora que después viene un patio y luego las oficinas. La marcha es lenta, Elio está sediento y cansado, cuando comprueba que la progresión es lenta, le deja la mochila a Julio y se va a un bar cercano a degustar una cerveza fresca que se convierten en dos, sentado en una silla, observando el paso de la gente y cuanto le rodea. Cuando está terminando la segunda lo llama Julio, ya falta poco para entrar en la oficina donde facilitan la ansiada carta por la que tanto han caminado. Julio es un hermano generoso, le ha permitido ir a refrescarse mientras él permanece en la cola de peregrinos probablemente con más sed. Elio pasa junto a la fila de gente, entra en el patio y se pone al lado de Julio, ahora no es momento de decirle que se vaya a beber algo, falta poco.
Entran al mismo tiempo en la oficina donde seis o siete colaboradores facilitan los documentos. Elio habla con una señora agradable que le pregunta, como es preceptivo, los motivos del viaje a pie. Le responde, advertido antes por Julio, más creyente que él, que por motivos religiosos mezclados de turismo y amor a la naturaleza. La mujer le sonríe, traza tres cruces en un documento después de anotar su nombre y Elio inicia una charla con ella en la que participa también el compañero de al lado. El contenido de la charla trata de la reciente muerte de un banquero y las bromas macabras y algunas de mal gusto, típicas del humor hispano, que circulan sobre ella. Después pasan a comentar el origen del nombre latino del caminante que la mujer, amable siempre, mira en el ordenador. Es un tema que apasiona al peregrino y que hace la charla animada. Julio termina e impaciente casi reprende a su hermano, que está fresco y exultante después de las dos cervezas ingeridas. Lo comprende, Julio no ha bebido nada, Elio se despide de la mujer con una sonrisa que le debió llegar hasta las orejas y salen del edificio. El hermano menor, curiosamente, no quiere pararse a beber nada, sólo quiere llegar a la pensión, esta vez es una pensión, no un albergue, menos mal que está cerca, preguntan dos o tres veces por la calle y la localizan.
Una mujer joven, vestida de negro pero muy atractiva, les pregunta a los hermanos si son ellos los que han reservado la habitación. Al recibir la respuesta afirmativa, sube a mostrársela pero resulta que cuando Julio, encargado durante el Camino de la administración pecuniaria del pequeño clan, echa mano a la cartera, lleva menos dinero que el necesario para pagar. La mujer les dice que no se preocupen y da alternativas, que dejen el dinero en el bar de abajo cuyos propietarios son de la familia, que lo dejen en la mesita de noche al día siguiente cuando abandonen la pensión… Elio, un poco bromista, pero realmente encantado con el porte y la generosidad de la joven señora, le dice que por qué confía en ellos, que no lo hará con toda la gente, etc. aunque sabe perfectamente que el aspecto de los hermanos es de fiar. Hasta se niega a cobrar el dinero que llevan y que cubre prácticamente el alquiler de la habitación. Pero tiene elegancia, no lo acepta y se despide con una cautivadora sonrisa. Elio platica con entusiasmo de la hermosura y amabilidad de la mujer a lo que su hermano responde con un gruñido. Se está duchando y quiere salir de una puñetera vez, limpio y fresco para entonces sí degustar un tanque de cerveza y comer.
Salen a los pocos minutos y se meten en un restaurante. Comen bien, guiso gallego de calamares y codillo asado, todo regado con sendas cervezas. Vuelven a la pensión a descansar un rato, poco, y a la hora más o menos salen para asistir a la Misa del Peregrino. Julio se adelanta a Elio, que le cuesta más abandonar el lecho. Tiene un objetivo, conseguir otra Compostela en la iglesia de San Francisco. Al final obtiene las de los dos hermanos aunque Elio no esté presente, le basta con presentar los cartones sellados, para la Compostela oficial se exige la presencia del caminante. Después se la mostrará con orgullo a su hermano mayor. Al cuarto de hora, Elio sale de la pensión y se encamina, entre calles peatonales adoquinadas y casas de piedra, a la gran plaza del Obradoiro. Sube la espectacular escalera en forma de rombo aplanado si se mira de frente y se encuentra con que las puertas están cerradas. Pregunta y le indican por donde entrar: a la espalda de la basílica. En ese momento recibe una llamada del hermano que le aclara lo mismo, Elio le recrimina que podía haberle advertido antes. Se encuentran y entran en la catedral para el beso al santo que se produce sin tener que esperar cola. Suben la pequeña escalera y abrazan la escultura de Santiago, de mirada cándida, arte románico puro. La capa que cubre el busto es de metal, posiblemente plata recamada de piedras rojas ¿preciosas? Lo abraza y besa la túnica plateada, es la tradición, le resulta fácil, Julio lo hace antes y Elio lo copia.
Se inicia la misa que Elio siempre recordará porque no fue tediosa en ningún momento, la voz clara del sacerdote, acompañado de otro clérigo de Malta que hablará en italiano, su sermón claro y sencillo, todo amenizado por la voz cristalina de una monja situada en un púlpito que entona salmos moviendo arriba y abajo su mano derecha con lentitud. Piensa el peregrino, seguro que con profunda ignorancia, que para que los sordos entiendan lo que canta. La acompaña la música del órgano, también en obras, la misa transcurre en un santiamén. Elio observa el interior de la catedral desde su asiento, los pilares que la sostienen, el segundo cuerpo construido sobre estos, las cristaleras, y enfrente, el lugar donde oficia el sacerdote. La edificación es sencilla como sencillo es el arte románico, exceptuando la parte próxima al santo donde dos enormes figuras de ángeles, pendientes del techo, custodian el altar mayor, le parece unas esculturas exageradas en tamaño. Se celebra la comunión, una pareja de extranjeros devotos vuelve de ella y el hombre se equivoca de banco y se arrodilla en otro con las manos juntas, orando. Elio envidia un poco la fe que muestra. Termina la misa y los hermanos se levantan y recorren el perímetro del templo. Elio lamenta el estado de las hermosas pinturas de las capillas, prácticamente borradas, no entiende bien el motivo, lo habla con Julio y este le comenta que probablemente están aguardando la restauración, el hermano asiente, es posible pero no queda convencido.
Pero la mayor sorpresa está por llegar. Están enfrente del altar mayor y Julio le indica la puerta tras la cual se halla el Pórtico de la Gloria, pero le dice que está cerrada y no se puede ver. Elio, totalmente despistado, le responde que a través de la puerta aún se ve la luz del atardecer, que podrían ver el Pórtico al salir de la catedral. Julio lo mira con extrañeza, le dice que el pórtico es interior, Elio no acaba de comprender hasta que de pronto se le hace la luz. Están hablando precisamente al lado del inconcebiblemente bello conjunto escultórico. Sólo los separa una banda de tela para impedir el acceso, que Elio rápidamente y sin ninguna prevención levanta, pasando al otro lado para contemplar la maravilla. La memoria le ha jugado una mala pasada, aunque lo ha visto en dos ocasiones anteriormente, no recordaba que ocupara todo el marco de acceso a la catedral, en su mente tenía una imagen de menor tamaño. No sale de su asombro, tanto por esta diferencia de su recuerdo con la realidad como por la magnificencia de lo que ve.
Entonces, sí comprende la fe del peregrino. Tanta belleza sólo es posible ejecutarla si uno cree en algo, y este algo es el patrón Santiago, y para llegar hasta él los hombres hacen una travesía, un Camino de mil años.
Está absorto en el sublime Pórtico, Julio lo llama al orden, Elio despierta y pasa de nuevo al otro lado de la cinta. Quizá sea la impresión más fuerte recibida en el Camino que, desde luego, ha valido la pena, siempre ha valido la pena.
Salen al exterior con la intención de comprar algún recuerdo para la familia. Pasean por la primorosa ciudad vieja, se les ha hecho tarde, casi todas las tiendas están cerradas, pero Julio se pierde por una calle y vuelve con el objetivo cumplido, ha conseguido comprar una figurita del Apóstol para su hija. Recuerda en ese momento y lo cuenta a su hermano, que antes de la misa ha visto a uno de los integrantes de la marcha nocturna que conocieron en O’Pedrouzo, el cual le ha confesado que a los pocos kilómetros de iniciar la ruta, pararon y se acostaron en las cunetas y lados del camino para recuperar fuerzas. Habían llegado a Santiago de madrugada. Era lo lógico, cuando se les pasara la euforia etílica aparecería un tremendo cansancio, comentan los hermanos, que menean la cabeza y sonríen, todavía asombrados del entusiasmo juvenil.
Bajan a la zona nueva y se sientan en una terraza antes de la cena. Se encuentran con un incidente, un vagabundo yace en el suelo, parece que lo ha atropellado un coche, parado ante él. Al cabo lo ven arrastrarse, levantarse, incluso correr de un lado para otro, los hermanos y el resto de transeúntes lo miran asombrados. Ha llegado la policía y la ambulancia pero se dan cuenta de que es tiempo perdido, lo dejan marchar. Luego, el dueño del coche, idéntico al de Elio, pasa ante ellos con cara un tanto alterada. Al rato ven a la pareja de cordobeses, están alejados para llamarlos a voces, Julio lo hace con el móvil e inmediatamente se dan la vuelta. El dúo, ahora un cuarteto, cambia de sitio y buscan otra terraza, se sientan en la de una cafetería con aspecto antiguo, de haber gozado tiempos mejores. Charlan una hora antes de despedirse hasta el día siguiente, se encontrarán en la estación de autobuses. Llegan a la pensión y se acuestan. Elio deja vagar su mente sobre lo vivido desde que inició el Camino y el día transcurrido en Santiago.
Tendrá tiempo de digerir tantas experiencias, se duerme.
REGRESO
Y aquí termina esta modesta y breve relación.
Los hermanos salieron por la mañana en autobús hasta Lugo, donde no pudieron ver las murallas romanas, siguieron luego hasta Sarria y en el coche de Julio, abandonaron Galicia, la inolvidable Galicia, de tantos agradables recuerdos y testigo de una peregrinación corta pero que siempre permanecerá en el recuerdo de Elio.
Llegaron a Avila por la tarde, tenían intención de pasar unas horas con sus tíos que residen en la ciudad desde hace un sinfín de años, y salir a la mañana siguiente. Al final permanecieron dos días.
Se despiden de su familia y salen temprano.
Llegan a Córdoba, Elio se despide de su hermano y acompañante del Camino, toma su vehículo y se dirige a Málaga.
El viaje ha terminado, ahora hay que recordar, por eso escribe Elio este relato. La experiencia ha sido fantástica por la peculiar ruta, por el ambiente de alegría entre los jóvenes, por recorrer una tierra preciosa, por sus bellas aldeas, por sus espléndidos paisajes y al final de todo, por la soberbia ciudad, la prodigiosa y eterna ciudad de Santiago.
Eduardo Rodríguez Perea
Málaga, septiembre de 2014
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