Fotografía de Javier Pérez González
I
LA GRUTA
El hombre maduro, casi viejo, quedó rezagado cuando el grupo ya salía del santuario.
Se dio la vuelta y retrocedió a la zona más ancha, junto al pozo. Extendió el brazo y tanteó la juntura entre dos de las gigantescas estelas de la pared, a una altura de dos metros. Buscaba algo y después de unos momentos lo encontró y extrajo con cierta dificultad. Parecía un objeto de piedra y cabía en la palma de su mano.
Tuvo que apoyarse en el muro para no caer el suelo.
Su esposa lo echó de menos, giró la cabeza y miró al interior de la gruta, hecha por la mano del hombre. Tanto el guía como el profesor, que visitaba el santuario con algunas decenas de alborotadores alumnos, notaron la actitud alarmada de la mujer y también se volvieron. La inquietud se acentuó cuando descubrieron al hombre maduro apoyado con una mano en la pared de piedra, inmóvil. La mujer se acercó con nerviosismo, acompañada del guía. Lo cogió del brazo y lo llamó pero el hombre no respondía, su rostro estaba ausente. Cuando lo hizo por segunda vez, casi a gritos, su marido pareció despertar, la miró aturdido, se guardó en un bolsillo la pieza hallada y se encaminó a la salida a pasos cortos, arrastrando los pies, parecía haber envejecido en esos segundos. El guía respiró aliviado, y fue tras ellos.
De repente, el hombre maduro se detuvo de nuevo. Contemplaba la colina con forma de mujer dormida mirando al cielo, la Peña Sagrada, que desde la lejanía quedaba perfectamente enmarcada en el interior del santuario. Entonces estuvo seguro.
La esposa no entendía el comportamiento de su marido y, alterada, volvió a llamarlo. El hombre, como un autómata, salió sin hablar, recorrió el breve corredor al aire libre, se apartó del bullicioso grupo y se sentó en una piedra. Su mujer se plantó ante de él y, enfadada, lo increpó, vaya susto le había dado, pensó que sufría un infarto, pero el hombre no le hacía caso, su mente estaba en la distancia del tiempo, a miles de años de allí. Por fin despertó y, todavía un poco perdido, le sonrió, la tomó de la mano y se encaminaron al vehículo.
La visita al Dolmen de Menga había terminado.
Salieron de Antequera, recorrieron la carretera hasta Málaga y llegaron a su vivienda. Entonces el hombre rompió su silencio y contó a su esposa una historia.
II
EL PRINCIPIO
Un frío terrible reinaba en la llanura pero las nieves de las montañas comenzaban a derretirse. Pronto comenzaría la época de la reproducción de los animales y del renacimiento de las plantas, el sol calentaba al mediodía.
Si alguien, situado en la cima de la Peña Sagrada, mirara en dirección al gran valle cruzado por infinitas charcas y lagunas y cuajado de pinos y encinas, fresnos y avellanos, apreciaría que por todas las veredas no dejaban de aparecer hileras de hombres. Iban armados con lanzas, vestidos con pieles y llevaban su largo cabello recogido en una cinta de cuero. Caminaban pausada pero decididamente por las sendas de sus antepasados hacia el Gran Poblado. Eran gentes de los clanes cercanos, los enviados por los Consejos de cada aldea, respondiendo así a la llamada del Sumo Sacerdote del Valle para construir el santuario en honor a los dioses. Los clanes, varios de los cuales residían en aldeas distantes una jornada de camino, se ayudaban entre sí en las épocas difíciles; compartían el trabajo de las cosechas si era necesario, en períodos de hambruna colaboraban en la caza y si eran atacados se unían para defenderse. Y ahora iban a cooperar en algo trascendental.
Todo comenzó hacía ya muchas lunas, cuando el Sumo Sacerdote recibió en sueños un mandato de los dioses: edificar un santuario que perdurara en la memoria de los hombres. Los ancianos del Consejo quedaron perplejos cuando comprendieron el proyecto. Aquello era imposible de realizar por simples humanos, decían, y el Maestro Constructor dudaba, era una obra de gigantes y los hombres del Gran Poblado insuficientes, necesitarían la ayuda de muchos más y aún así le parecía irrealizable.
Pero el Sumo Sacerdote logró convencerlos para afrontar el reto.
Ahora debía persuadir a los poblados vecinos. No titubeó, y a lo largo de una luna, escoltado por dos guerreros, recorrió el territorio pidiendo la colaboración de los clanes que integraban la Comunidad de la Llanura.
Los miembros del Consejo de cada tribu se la negaron en un principio, no podían prescindir de los hombres fuertes y sanos. ¿Quién recogería las cosechas? ¿Quién cuidaría de los ganados? ¿Quién cazaría? ¿Quién los defendería? Pero el Sacerdote les hizo comprender que era una petición expresa de los dioses. Todos participarían y todos se beneficiarían, sería un monumento para la eternidad donde todos quedarían representados.
Finalmente, nadie dudó. El Consejo de cada aldea elegiría a los hombres más fuertes y respetuosos de la diosa Madre y acudirían al Gran Poblado, situado en la llanura a los pies de la Peña Sagrada, cuando fueran requeridos para ello. Trabajarían cuando se retiraran las nieves, volverían a sus poblados para la recogida de las cosechas y regresarían de nuevo a su labor en el santuario hasta que de nuevo el invierno lo impidiera.
Y comenzó aquel proyecto de gigantes.
El Maestro Constructor estudió durante mucho tiempo la forma de construir el gran mausoleo, consultó a los maestros talladores, reconoció el terreno y el lugar donde había de edificarse y, al fin, supo cómo ejecutar la gran obra. Un día marchó a la cantera, la examinó y eligió la peña de donde extraerían las estelas. Era una enorme mole de piedra, de elevada pared vertical, perfecta y de líneas rectas, sin apenas fisuras.
Un grupo de talladores inició el trabajo despejando de maleza la zona superior de la pared mientras otro grupo de carpinteros cortaba árboles y preparaban cuñas con sus troncos. Al tiempo calentaban agua en vasijas de barro cocido. El Maestro fue señalando algunas grietas naturales de la peña con un bastón impregnado en arcilla roja. Con la ayuda de martillos los hombres clavaron las cuñas en las hendiduras elegidas, hasta dejarlas al nivel del suelo. Luego vertieron agua hirviendo sobre ellas, debían permanecer constantemente empapadas.
Los días transcurrían pero nada parecía abrir la roca, parecía imposible.
Hasta que ocurrió.
Un amanecer comprobaron que uno de los tarugos de madera había resquebrajado la pared. Los días siguientes las otras cuñas cumplieron su cometido y después de una semana, la peña se había abierto en varias y gigantescas lajas.
Ahora procedía realizar un trabajo sobrehumano: desprenderlas.
La temporada siguiente, el Maestro eligió un centenar de hombres, los instruyó y todos se dirigieron animosos a la cantera. Un numeroso grupo se situó en lo alto de una de las lastras desprendidas pero aún pegada a la pared y otro, en menor número, al pie de ella. Enlazaron varias maromas a la parte superior de la laja mientras un par de hombres colocaba en el suelo troncos despojados de sus ramas. A una orden del Maestro se inició la delicada maniobra. El grupo situado al pie de la pared tiraba de la plancha mientras el grupo de arriba la sujetaba. Poco a poco, para que no cayera de golpe, hicieron balanza, compaginando los esfuerzos, hasta que la enorme estela crujió y se desprendió de su base. Entonces el grupo de abajo dejó de tirar y en el de arriba los hombres pusieron todos sus músculos en tensión para evitar que la gran losa cayera con violencia. Luego, fueron bajándola lentamente hasta que consiguieron depositarla sobre los troncos.
Los días transcurrían, el frío se empezaba a notar y las lluvias entorpecían la labor pero aquellos hombres eran como la piedra que trabajaban. Los talladores eliminaron las agudas aristas de las tremendas lajas y las dejaron dispuestas para su transporte. La tarea continuaba, los muros del futuro panteón eran desgajados de la pared madre. Esa temporada dos estelas se quebraron al separarlas de la peña, aplastando a varios obreros situados al pie. Era el tributo que se cobraban los dioses y las imponentes planchas fueron su tumba. Los sacerdotes de las aldeas recordarían a los muertos y rogarían por ellos a la diosa Madre, y sus hijos los nombrarían con orgullo. Nada detenía a aquellos hombres, conocían los riesgos y asumían su destino.
Y llegó el día en que la última y más descomunal losa fue desprendida.
La primera fase había terminado, había llegado el momento de transportarlas.
Durante los días claros del año, entre la recogida y siembra de cosechas, cuidado de los ganados y recolección de los frutos de la tierra, los obreros acondicionaban el terreno elegido para edificar el santuario. Estaba situado junto al Gran Poblado y su entrada se abriría frente a la Peña Sagrada, variando las milenarias costumbres de sus ancestros que construían en dirección a la salida del sol. Despejaron de piedras, árboles y maleza una gran explanada, dejándola totalmente llana y comenzaron a cavar las zanjas con azadas de cuerno y a extraer la tierra con palas de omóplatos de ciervo. Así quedaron excavados en el suelo los cimientos del futuro panteón. Quienquiera que lo viera sólo advertiría zanjas, las enormes zanjas de un gran corredor.
Ahora se iniciaba la fase final, donde sería necesaria la ayuda de todos los hombres de la Comunidad de la Llanura.
III
UNA OBRA DE TITANES
Lluvias constantes embarraban los senderos y refrescaban la atmósfera. Águilas desde el cielo y cabras montesas desde la cumbre de la Peña Sagrada contemplaban asombradas el paso de humanos que, desde todas direcciones, se dirigían al lugar del santuario.
Los mensajeros se habían presentado en las aldeas portando lascas de piedra con signos dibujados de forma tosca. Los Consejos de cada poblado supieron al instante su significado: el compromiso de enviar a sus mejores hombres, la ayuda prometida al Sumo Sacerdote del Valle para la construcción del gran panteón. Y ese momento había llegado. Era la estación anterior a las nieves, los hombres tendrían tiempo para cazar, recolectar y dejar provistos de alimentos a los suyos durante la temporada de ausencia. Cuando el sol comenzó a calentar, emprendieron el camino y las aldeas se quedaron sin hombres. Como si fueran uno solo, todos los elegidos obedecieron el mandato de los dioses para cumplir su misión.
Aquella primavera se organizó, probablemente, la mayor caravana de hombres sanos y robustos que los tiempos contemplaran, hombres caminando por los senderos de la llanura, hombres de todas las aldeas que se dirigían en masa al Gran Poblado para construir un monumento imposible. Todo estaba dispuesto.
Bajo la dirección del Maestro Constructor se inició la tarea de despejar el terreno desde la cantera hasta el futuro santuario, elaborando un camino por donde habían de pasar las gigantescas estelas. Se construyeron pequeños puentes sobre los arroyos, se rebajaron cerros, se arrancaron árboles, se limpió de matorrales y piedras el sendero y se continuó hasta el mismo borde de las zanjas que habían de albergar las paredes del santuario. Todo su perímetro quedó rodeado de una plataforma de tierra por donde se deslizarían las lastras.
Sobre troncos despejados de sus ramas, en el camino preparado, comitivas de cientos de hombres, en interminables filas de frente y de fondo, arrastraban las descomunales planchas mediante maromas al hombro. Otros se encargaban de sustituir los maderos sobre los que se deslizaban; una vez sobrepasados, los recogían y volvían a colocarlos delante de la estela.
Llegó al poblado, por fin, la primera gran piedra. Durante los siguientes días fueron apareciendo el resto, que situaban ante las zanjas. Al final de la temporada varias estelas estaban dispuestas para su definitiva colocación y los talladores las pulían para ajustarlas entre ellas lo máximo posible. Y transcurrían las lunas y aquella obra de gigantes avanzaba con el ritmo de las estaciones.
Todas las losas estaban ya en su posición, había llegado el momento de emprender la construcción del santuario.
Junto al Sumo Sacerdote y el Consejo de Ancianos, el Maestro contempló la colocación de la primera al principio del corredor. La enorme piedra se deslizó sobre los troncos y cayó dentro de la zanja, deteniéndola en su movimiento hacia adelante un armazón de troncos apoyados en el suelo. La lancha cayó para atrás y quedó inclinada sobre la pared de tierra. Mediante gruesas maromas atadas a su parte superior los obreros tiraron de ella hasta dejarla vertical. Inmediatamente la inmovilizaron, apisonando su base con tierra y piedras. Siguieron con la segunda, con la tercera, la galería se iba cerrando hasta el día en que se situó la última piedra. Luego plantaron tres sólidos pilares en el centro del futuro mausoleo, al mismo nivel que las paredes. Su cometido era sostener el tremendo peso de las estelas del techo.
Para ello, y en primer lugar, los hombres rellenaron de tierra y piedras el interior del círculo pétreo hasta el nivel superior de pilares y lanchas laterales. Al hacerlo, el panteón quedó sepultado.
Se inició a continuación el arrastre de la primera lancha de la cubierta. Los obreros, con tremendo esfuerzo, subieron la rampa de tierra, llegaron a la meseta del futuro techo y siguieron adelante hasta sobrepasar las paredes que soportarían la losa. Una vez logrado, la dejaron apoyada sobre los mismos troncos en que la deslizaron. Cada lastra superaba con holgura el espacio asignado. Días después colocaron la segunda y al finalizar la temporada la tercera. Llegó la siguiente estación, se emplazó la cuarta losa y llegó el día de ubicar la última y más gigantesca de todas, aquella que parecía arrancada de la cantera por la mano del dios del rayo. Fueron necesarios ímprobos esfuerzos pero finalmente la enorme estela descansó en su destino final.
Se abordó entonces la última labor, la prueba definitiva, lo que definiría el acierto o fracaso de la tremenda obra. El Maestro Constructor rogó a los dioses que los trabajos, desvelos y vidas de su gente hubieran valido la pena.
Pertrechados de azadas, los hombres cruzaron el corredor de acceso y comenzaron a extraer la masa de tierra y piedras del interior del mausoleo. Cuando iba desapareciendo la tierra que, sobre la entrada, sostenía la primera estela, ésta bajó lenta e inexorablemente, haciendo un ruido estremecedor, hasta que finalmente se detuvo sobre las paredes de apoyo. Era lo que más temía el Maestro. Si una de las planchas de la cubierta se quebraba, caería al fondo y no habría forma humana de sacarla y sustituirla por otra.
Seguían extrayendo la tierra y seguían descendiendo las estelas, el avance era lento pero se iba realizando a la perfección.
Y llegó el momento de colocar la última losa, la más gigantesca, aquella que pesaba más que dos mil hombres. Cuando se retiró la tierra que la sostenía se oyó un tremendo crujido, mientras un escalofrío recorría la espaldas de los presentes, pero se sostuvo perfectamente sobre sus soportes.
Al fin, el Maestro pudo respirar. La obra que los dioses ordenaron construir al Sumo Sacerdote había llegado a su fin.
Los obreros cavaron a continuación un profundo pozo en el centro del ensanche, al final de la galería, ahí se depositarían los cuerpos de los difuntos y junto a él se realizarían las ceremonias sagradas. Luego cubrieron el exterior del panteón con la tierra de relleno ya extraída hasta quedar un túmulo de tierra redondo, perfecto.
La siguiente estación llegaron al Gran Poblado los ancianos del Consejo y habitantes de cada una de las aldeas que habían colaborado en la construcción del santuario. Iban a celebrar la ceremonia de agradecimiento a los dioses por permitirles realizar la magna obra. Los ancianos entraron en el mausoleo para asistir al sacrificio del buey blanco, quedando la multitud afuera.
A la trémula llama de las antorchas el Sumo Sacerdote degolló al animal, empapando el altar de piedra con su sangre, mientras los ancianos salmodiaba himnos de agradecimiento a los dioses. Todos los moradores del Valle que aguardaban en el exterior apreciaron el olor a sangre y carne quemada. Cuando terminó la ceremonia y todos salieron, el Sacerdote se detuvo a la entrada con un cuenco en las manos lleno de la sangre del buey, lo elevó y ofrendó a la Peña Sagrada.
Las fiestas que siguieron a la terminación del gran monumento fueron recordadas durante generaciones. No faltó comida ni hidromiel para todos los habitantes de la Comunidad de la Llanura, incluso los perros quedaron ahítos esos días. Luego, hombres y mujeres marcharon a sus aldeas y la vida continuó su apacible discurrir.
Pasaron los años y llegó el día en que el Maestro sintió la llamada de la diosa Madre a su lado, su tiempo se acababa. Recogió su zurrón y una oscura noche se introdujo en el mausoleo, alumbrándose con una antorcha. Se dirigió al final del corredor y extrajo de su bolsa de piel una piedra pequeña y alargada, pulida con esmero durante las largas noches de invierno. Elevó su tembloroso brazo y, con algo de dificultad, logró encajar la pieza entre dos lastras del muro, haciéndola invisible. Después salió del panteón por última vez.
Había dejado su firma en un santuario prodigioso, un monumento para la eternidad.
IV
EL HOMBRE
El relato del hombre maduro había terminado pero su mujer, que no había perdido palabra, le preguntó asustada que cómo sabía todo eso, cómo era posible que conociera el modo de construirse el antiquísimo panteón que habían visitado por la mañana, porque desde luego lo conocía, los detalles que había descrito lo demostraba. Y eso era imposible, habían transcurrido miles de años. El hombre giró la cabeza y la miró fijamente, dirigió su mano al bolsillo del pantalón y sacó algo que puso encima de la mesa.
Era una pequeña estatuilla de mujer con rostro difuminado, pechos grandes y caídos y vientre y vulva abultados. Según los eruditos era una representación milenaria de la fuente de la vida, la creadora del género humano, el símbolo más sagrado: la diosa Madre.
El hombre le preguntó, a su vez, cómo podía conocer el sitio exacto donde se hallaba oculta la pequeña escultura.
La mujer sintió un escalofrío y quedó en silencio.
La pareja volvió la vista hacia la ventana donde, a través de los cristales, la luz de la tarde se iba apagando.
Eduardo Rodríguez Perea
Málaga, 28 de marzo de 2.015
Cuento basado en el espléndido cortometraje de animación de la Junta de Andalucía: «Dólmenes de Antequera. Menga, proceso de construcción».
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