En recuerdo y homenaje a los olvidados arquitectos de la iglesia de San Juan Bautista de Hinojosa del Duque, Córdoba, tan magnífica que se le ha dado en llamar la «Catedral de la Sierra».
In memoriam.
El anciano de barba blanca, larga casi hasta la cintura, bordón de avellano y túnica de basto paño oscuro, conversaba con el joven alarife.
—De modo que, según me aseguráis, sois el maestro de obras 1 de la villa
—platicaba el hombre mayor.
—Lo soy desde que el gremio me concedió el título, es cierto que no ha mucho tiempo.
El joven maestro había llegado a la fuente, situada a un tercio de legua de Hinojosa, muy cerca del Arroyo de las Viñas, para trajinar en su huerta. Era domingo y según costumbre, luego de asistir a misa en la iglesia mayor, hacia allá se dirigía para disfrutar de uno de sus raros momentos de descanso. Cuando iba a traspasar la tapia vio al anciano refrescándose en el manantial, se acercó y entabló conversación con él. Largo rato llevaban hablando y el viejo ya conocía su vida y su trabajo.
—Por cuanto habéis dicho compruebo que poco conocéis a los constructores de vuestra iglesia parroquial.
—Así es, por desventura. Como vuesa merced no ignora, en tiempos pasados y para mayor gloria de Dios, apenas se mencionaba el nombre de los maestros en las iglesias o catedrales que edificaron. Tan sólo en los archivos, que el tiempo destruye.
—Para ser tan joven, entendéis la vida —enjuició el viejo.
Era un día de agosto del año del Señor de 17… Un sol inmisericorde abrasaba los campos. En el horizonte se divisaban cuadrillas de campesinos aventando el grano, cubierta su cabeza con sombreros de paja.
Los hombres se hallaban acomodados en el borde de la alberca, al poco se bajaron y sentaron en el suelo, apoyando la espalda sobre las frescas lanchas de granito. El calor infernal los estaba sumiendo en una agradable modorra, las cigarras emitían su estridente e incansable chirrido y algún tábano revoloteaba amenazante en torno a sus cabezas.
El maestro habló de nuevo, con la franqueza de su juventud:
—Ya que habéis mencionado nuestra basílica, siempre que la contemplo me digo a mí mismo que soy un simple aprendiz. Conozco por los planos que en ella se custodian el nombre de alguno de sus constructores, pero ignoro su vida. ¿Quiénes serían los maestros que levantaron tal obra? —añadió, como hablando para sí.
—Antepasados míos —respondió el viejo, rotundo y sin alterar el semblante.
El joven sintió un sobresalto que lo sacó, súbitamente, de su sopor.
—¿Antepasados vuestros? —miró al hombre mayor, ahora con toda atención—. Pero ¿quién sois? Ni siquiera me habéis dicho vuestro nombre.
—Mi nombre no tiene importancia o al menos no la que tuvieron mis antecesores. Como os digo, soy descendiente de los hombres que realizaron la basílica con la portada más perfecta en muchas leguas a la redonda.
El joven seguía expectante pero el anciano no aclaró su anterior afirmación sino que, por el contrario, preguntó:
—¿Conocéis la catedral de Córdoba? ¿Y la de Sevilla?
—Las conozco, así lo requiere el gremio de alarifes para conceder el título de maestro. Ambas fábricas son bellísimas, sin duda.
—Es normal que de ese modo opinéis, los maestros de obras que las edificaron no fueron hombres comunes.
El joven se entusiasmó de inmediato al recordar ambos monumentos.
—Me impresionó el templo cordobés en grado sumo por más que, en principio, me resultara chocante su alzado dentro de la esplendorosa mezquita.
Quedó en suspenso, probablemente recordando la magnífica obra, pero pronto recuperó su apasionada expresión y continuó hablando.
—¿Y qué decir de la catedral sevillana? Cuando contemplé el cuerpo de campanas que culmina el alminar árabe, sentí algo similar a la de Córdoba. ¿Cómo, a pesar de estilos tan dispares, los maestros lograron una fusión tan perfecta? Porque, a mi modesto entender, el resultado en ambos templos es sobresaliente.
—Abunda esa valoración entre quienes conocen tales obras.
La somnolencia invadía de nuevo al mozo pero desapareció al rememorar la anterior pregunta del viejo.
—¿Por qué me habéis mentado las catedrales de Córdoba y Sevilla?
Nunca olvidaría la respuesta del anciano.
—Porque sus artífices fueron los mismos que levantaron la iglesia mayor de vuestra villa —replicó con sencillez.
El joven creyó haber entendido mal.
—¿Los que decís antepasados vuestros? —preguntó, suspicaz.
—Ciertamente, alarife.
El maestro de obras quedó pasmado ante tan rotunda afirmación. ¿Cómo era posible? ¿Tan importante fue Hinojosa en aquel tiempo para que constructores de tal talla edificaran su basílica? No obstante, eso explicaría su magnificencia.
Su curiosidad despertó por entero.
—Os ruego me habléis de ellos —rogó.
El anciano miró al joven, luego apoyó la barbilla sobre las manos agarradas a su larga vara y, mirando hacia los campos sumidos en la canícula, inició su relato.
—Mis ascendientes llevaron los mismos nombres y apellidos, Hernán Ruiz, y procedían del reino de Castilla, al igual que la mayor parte de los habitantes de vuestra población. Todo comenzó cuando el primero de la familia, conocido como “El Viejo”, vino a estos lugares llamado por los condes de Belalcázar con el encargo de levantar la iglesia más bella de sus extensos dominios.
Espantó las incansables moscas con una mano y continuó:
—Mientras trabaja en el templo parroquial de Hinojosa, Hernán Ruiz I “El Viejo” es nombrado maestro mayor de obras del obispado de Córdoba. Ejerce su labor en varias poblaciones de la diócesis hasta que años después recibe el encargo de su vida: edificar la nueva catedral en el interior de la mezquita.
El joven hinojoseño miraba de soslayo al viejo, bebiéndose sus palabras.
—Proyecta el magnífico templo cordobés e inicia su construcción, trabajando en él hasta su muerte. Aparece entonces en la historia su hijo, que le sucede. Para distinguirlo de su padre lo llaman “El Mozo” o “El Joven”, nació ya en estas tierras y desde luego fue el más importante de la familia.
—¿Qué hizo para merecer tal consideración? —interpeló, curioso, el alarife.
El anciano calló unos instantes mientras parecía ordenar sus pensamientos. Habló al fin.
—Hernán Ruiz II “El Joven”, pese a llevar una vida turbulenta, fue un trabajador excepcional y un incansable viajero. No solo realizó multitud de obras sino que escribió, dibujó, enseñó… Muchos, y mi humilde persona entre ellos, consideramos al segundo de los Hernán como el maestro de obras más sobresaliente que ha existido en Andalucía, no sólo por la ingente labor ejecutada sino por su originalidad y excelencia.
El hombre detuvo su disertación, que reanudó pronto.
—En Córdoba prosiguió, con nuevas ideas, la importante obra de su padre en la catedral, que continuó posteriormente su hijo, el tercero de los Hernán. En aquel tiempo “El Joven” es nombrado nada menos que maestro mayor de obras del arzobispado de Sevilla, la ciudad más importante de nuestro inmenso reino y posterior imperio. Se traslada a esta urbe y comienza a trabajar en su imponente catedral.
El anciano, con aspecto soñador, prosiguió.
—En ella realiza una obra única, bellísima: la culminación de la torre islámica con el espléndido cuerpo de campanas de la Giralda.
—Excepcional, sin duda —convino el joven maestro.
—No fue lo único que realizó en la inmensa basílica, también proyecta e inicia la construcción de su Sala Capitular. Y entre otras muchas obras, interviene en el Hospital de la Sangre 2.
—Conocí esas fábricas pero ignoraba la aportación del maestro. Parece increíble que un solo hombre ejecutara tales maravillas —declaró el hinojoseño.
—Es lógico que de ese modo penséis, obras así no son corrientes.
La sombra de un sauce plantado junto a la fuente y el rumor del agua que manaba de su único caño, aminoraba la abrumadora sensación de calor.
—Noble anciano, por cuanto habláis entiendo que bien conocéis las obras de los maestros por nuestros lares. Os ruego me ilustréis, especialmente sobre su labor en nuestra iglesia parroquial —demandó entonces el alarife.
El hombre mayor, como si le costara hablar, dio un breve suspiro pero respondió a su demanda.
—Hernán Ruiz “El Viejo” procedía de una aldea cántabra, cuna de grandes canteros, el oficio de su padre. Como ya mencioné, el conde de Belalcázar deseaba realizar hermosas obras en sus posesiones que lo hicieran famoso. Debéis saber que era el tiempo de los Reyes Católicos y el conde ambicionaba escalar a la cúspide de la nobleza. “El Viejo” vino, pues, a estas tierras reclamado por la reputación de sus obras, que ya lo precedía.
Continuó pausadamente, el tiempo parecía haberse detenido.
—Proyectó en el antiguo estilo gótico, del que tantas y excelentes muestras existen en nuestro país, la planta de la nueva iglesia en la plaza principal de Hinojosa. Y comenzó la magna obra cavando sus cimientos y levantando los diez pilares que soportan tanto el coro como la bóveda, que posteriormente acogería el espléndido artesonado que ahora luce. Elevó la soberbia torre que, por cierto, años más tarde inspiraría a su nieto la de la catedral de Córdoba, y esculpió la portada de la sacristía junto al altar mayor.
El anciano quedaba callado a veces, como si reviviera tiempos tan lejanos. Prosiguió:
—La muerte le sorprendió y, como os nombré, tomó el relevo su hijo, el segundo de su nombre y el maestro mayor de obras más notable de Andalucía. Superó a su padre, educado en los cánones antiguos, y adoptó las nuevas ideas que procedían de Italia, lo que se ha dado en llamar Renacimiento. ¿Sabéis de qué hablo? —preguntó de súbito.
—Ciertamente, os referís al estilo arquitectónico que recuperó el arte de los antiguos griegos y romanos.
—Es tal como decís, alarife. Pues bien, Hernán Ruiz II lo elevó a unas alturas inimaginables, plasmándolo en multitud de obras, entre ellas vuestro templo mayor.
—¿Podéis detallarme qué obras realizó en nuestra basílica de San Juan?
—Las más originales y maravillosas que se pueden contemplar en estas áridas tierras. Hernán “El Mozo” cubrió la capilla bautismal con la más hermosa bóveda en piedra labrada que posee la iglesia. Y abrió al exterior de esta capilla la singular ventana que en la villa llamáis “de los tres soles”. Pero nada comparable a la primorosa portada que ilumina vuestra Plaza Mayor.
—Desde luego es muy bella —reconoció el joven.
—¿Bella? Corto elogio usáis, alarife. La fachada no es sólo bella, es perfecta, de sabias proporciones. Es la obra de un auténtico virtuoso, una de las portadas más soberbias que existen en nuestras Españas —declaró con vehemencia el viejo.
El joven reparó en lo que hablaba el anciano y le dio la razón. A su mente acudió la impresionante fachada, flanqueada a la izquierda por la capilla bautismal y a la derecha por la sacristía, cuyas ventanas aparecen enmarcadas por las admirables tallas de los escudos nobiliarios belalcazareños.
De líneas clásicas, exquisitas, la portada está construida en dos cuerpos superpuestos de columnas corintias que se apoyan en basas y albergan la puerta de entrada a la iglesia. Da la sensación, al penetrar en el templo, de que se atraviesa un arco de triunfo en granito labrado. Sencillamente sublime.
—La iglesia tardó un siglo en construirse, no solo intervinieron los Hernán Ruiz, también otros maestros, pero ellos fueron sus principales artífices.
—¿Y el tercero de los Hernán? —indagó entonces el alarife.
Sorprendió en el anciano una expresión rígida, como si la pregunta no fuera de su agrado. Respondió al cabo.
—Dicen que fue un buen maestro de obras pero oscurecido por la formidable figura de su padre. Llevó mala vida, fue ambicioso y pendenciero, no se guarda buena memoria de su persona.
—¿Pero qué obras realizó?
—Quizá la que más destaque sea la torre de la catedral de Córdoba. Dicen —miró de reojo al mozo— que se inspiró en la de vuestra basílica, aquella que elevó su abuelo, el primero de los Hernán.
El joven maestro permanecía en silencio, cavilando y probablemente abrumado por cuanto el anciano decía. No calló su admiración:
—Aquellos hombres debieron ser únicos. Por lo que me decís sentían pasión por su oficio, como si llevaran en su sangre la sabiduría de generaciones.
El viejo, con la mirada perdida, soñadora, asentía ligeramente con la cabeza. De repente, el joven hinojoseño clamó:
—Quiero creer cuanto me contáis, noble anciano, pero me resulta difícil. ¿Cómo es posible que no se guarde memoria de estos maestros en mi villa? ¿Acaso hay por las comarcas cercanas algún monumento más importante que nuestra iglesia de San Juan?
—Puedo aseguraros que no existe.
—¿O no es más que desagradecimiento? —porfió el alarife.
—Quizá sea simplemente ignorancia, vos mismo desconocíais sus obras. En cualquier caso os aseguro que a lo largo de vuestra vida encontraréis muchas y frecuentes muestras de olvido hacia los grandes hombres de nuestro reino.
La conversación fue decayendo, quedando cada uno, mozo y anciano, a solas con sus pensamientos. El calor de la tarde y el murmullo del agua los adormecía. El joven maestro de obras no pudo evitar, finalmente, sumirse en el sueño. Fueron unos instantes pero cuando despertó, el anciano no estaba a su lado. Sacudió la cabeza y se levantó, desperezándose. Extrañado por ausencia tan repentina, lo buscó con la vista sin hallarlo. Bajó hasta el arroyo, cruzó el puente y subió al cerro. Al no encontrarlo regresó hasta la fuente pero no se detuvo, siguió caminando hasta coronar el altozano desde el que se domina Hinojosa. No había nadie, tan solo un campesino montado en su asno transitaba con calma por el sendero. Estaba seguro que había dormido sólo un momento, demasiado breve para que el viejo de manto oscuro desapareciera de su vista.
Perplejo, sacudió la cabeza y reanudó su paso hacia la villa. Entró pasando bajo la majestuosa portada de San Sebastián, junto a la ermita de su nombre, y penetró en su vivienda, olvidando el trabajo que había ido a realizar en la huerta.
Días después el joven maestro decidió hablar de tan extraño y quizá soñado coloquio con alguien en quien confiaba.
Al anochecer, y después de una laboriosa jornada, se dirigió a la Plaza Mayor, cruzó ante el santuario de la Virgen del Castillo y entró en la iglesia de San Juan pasando bajo su esplendorosa fachada. La temblorosa luz de los velones iluminaba apenas los altos pilares, giró a la derecha y accedió a la sacristía donde esperaba encontrar al arcipreste. Era una de las pocas personas que conocía la historia de la construcción del templo y de los maestros de obras que en él intervinieron a través del tiempo. La que en principio fue una respetuosa relación por su oficio de conservador de iglesias y ermitas de la villa, había derivado, con el paso de los años, en una fuerte amistad entre los dos hombres.
Allí estaba el sacerdote, al que relató su encuentro de días atrás en la fuente.
—No se me olvida el anciano, parecía conocer perfectamente tanto a los maestros como las obras que realizaron —concluyó el joven.
—Me resulta raro, no es frecuente tal conocimiento —admitió el cura—. ¿Cómo era el abuelo? ¿Os dijo por qué se hallaba en la fuente? ¿Iba de camino hacia algún sitio?
—No explicó sus propósitos ni yo pregunté; tampoco lo había visto hasta esa tarde. Y en cuanto a su persona imagino que como muchos viejos, barba larga, pelo escaso y cano, rostro noble y despierto, y algo encorvado por la edad. No obstante, algo sí me sorprendió: sus vestiduras. Me parecieron extrañas, de otro tiempo.
El sacerdote pareció comprender su inquietud y quedó pensativo. De súbito sintió un inexplicable impulso, se dirigió a un bargueño, abrió una pequeña portezuela y extrajo unos pergaminos antiguos, enrollados y atados con una cinta de seda. Ante la sorprendida mirada del alarife, explicó:
—Conocéis los planos de la iglesia pero no os he mostrado ciertos bocetos que aquí se conservan. Los antiguos eran dibujantes excepcionales, es evidente que alguno de aquellos maestros se entretuvo, a ratos perdidos, en hacer estos apuntes.
Colocó los rollos sobre la alta mesa de mármol que dominaba la sacristía y los desplegó con sumo cuidado. Apartó unos planos del templo y comenzó a examinar una serie de dibujos. Entre ellos había desde niños jugando en la portada de la iglesia a campesinos transportando haces de leña; mujeres hilando ante la puerta de su casa o pastores conduciendo sus rebaños por caminos polvorientos. También, algunos retratos. El joven, a su lado, los iba examinando deteniéndose en estos últimos con más atención. Observó uno, luego otro y otro y, de repente, un estremecimiento lo recorrió.
—¡Éste es el anciano con el que hablé! —exclamó, poniendo el dedo encima del retrato.
El sacerdote ojeó el nombre que figuraba al pie del dibujo, miró de hito en hito al joven maestro y dijo con voz temblorosa:
—¡No es posible!
—¿Por qué?
—Porque este hombre es Hernán Ruiz III, el último maestro de la familia. Y no es posible porque murió… hace más de cien años.
Ambos, sacerdote y alarife, se miraron sobrecogidos, se santiguaron al mismo tiempo, y callaron.
F I N
NOTA DEL RELATOR A MODO DE REIVINDICACIÓN
Las obras mencionadas son las más conocidas pero constituyen sólo una pequeña muestra de las realizadas por los Hernán Ruiz.
En algunas ciudades y pueblos de Andalucía existen calles que honran la memoria de esta excepcional saga de arquitectos, como Córdoba, Sevilla y Málaga; Benamejí, Arcos o Morón…
Pero es llamativo que en Hinojosa del Duque no exista ningún testimonio que perpetúe su recuerdo.
En los últimos años se está investigando y dando a conocer, cada vez con mayor frecuencia, la historia de la patria chica de cada cual, sus monumentos y personajes notables. Quizá sea ya hora para que, de una vez por todas, el público en general conozca a quienes levantaron obras tan magníficas como la “Catedral de la Sierra” en nuestro pueblo.
No se trata de una más que merecida calle o plaza. Una simple placa con el nombre de esta familia sobre los muros de la basílica que levantaron hace quinientos años, sacaría de dudas al asombrado visitante y haría que los hinojoseños sintieran legítimo orgullo por los autores de su iglesia de San Juan Bautista. Tienen sobrados motivos para ello.
Quiero recordar que gracias a la serranilla “La Vaquera de la Finojosa”, el Marqués de Santillana titula una avenida en nuestra ciudad y cada cuatro años se celebra un espectacular representación teatral basada en su breve y bella composición lírica.
Así debe ser y por el mismo motivo o quizá mayor, los arquitectos de la grandiosa basílica de Hinojosa del Duque, Monumento Histórico Artístico de carácter nacional desde 1981, debieran ser recordados.
Eduardo Rodríguez Perea
Maria de los Reyes Tous says
¡Magnífica la Iglesia de San Juan Bautista! Puede que fuera alli que se bautizara mi abuelo.
La próxima vez que vaya a Andalucia iré con mi hermana a visitar el pueblo de nuestros antepasados por parte de nuestro abuelo materno.